Escribo y luego borro. Hago con las letras lo que no puedo hacer con la vida...

domingo, 29 de enero de 2012

Inopia


Las dos partes de la moneda.

Un solo deseo
Que cumplir
Un solo momento
Que recordar
Un solo comienzo
Que perdure
Un solo amigo
Que aprovechar
Un solo compendio
Que comprender
Un solo escrito
Que pueda leer
Un solo refuerzo
Que pueda ocupar
Un solo almuerzo
Que pueda probar.

Un solo deseo
Que compartir
Un solo amigo
Que sea de verdad
Un solo capricho
Que no pueda cumplir
Un solo amor
Que sea desinteresado
Un solo familiar
Con el que pueda convivir
Un solo valor
Que pueda enseñar
Un solo pobre
Que lo único que tiene es dinero.

sábado, 28 de enero de 2012

Tiempo


Esos son los minutos más largos
Los que en la cama vueltas te hacen dar
De esos en los que la oscuridad es tal
Que no sabes si tienes abiertos los ojos
 O si el sueño te está por alcanzar.

Con la cabeza dando vueltas
Voy viajando entre las palabras
Las cuales con coherencia aun no logro unir
Es tan fuerte el poder de tus ideas
Mientras más ingenioso eres
Más me encapricho con tu ser
Te vas incrustando  en un millón de cosas
Que por donde vaya no las dejo de encontrar.

Interesante es guardar ese misterio
Y en este continuo tratar de averiguar
Lo que pasa por tu cabeza, detengo el flujo
No quiero seguir dejándome llevar
Tengo miedo de perderte
Pero la verdad es que poco a poco
Las situaciones son las que no ayudan.

Llego a pensar que soy yo
El autor de esas historias
 Que cada vez se vuelven más complejas
Donde cada vez aparecen más y más personajes
Y al no saber que rol asignarles, los dejo improvisar.

Al final de los finales
Son esos minutos
Los que más carecen de realidad
Los que más me hacen imaginar
Y en la vida, las cosas son más simples.




lunes, 16 de enero de 2012

Regreso a clases



Me ha pasado varias veces… antes de dormir es el mejor momento para querer ponerle orden a mi vida, para querer apoyar a alguien o para querer arreglar el mundo… acaso no me doy cuenta que el insomnio llega tan fácilmente…


Un día antes de entrar a la escuela llega esa emoción en el estómago entre nervios, felicidad y desilusión del final de las vacaciones. No puedes dormir, das vueltas en tu cama, platicas con alguien poniéndose al día de las cosas que han pasado. –¡Qué onda ya estoy de regreso en la ciudad, tenemos que vernos pronto!-

Por fin puedes dormir y pareciera que acabas de cerrar los ojos, que no dormiste nada y ruegas por unos minutos más de vacaciones. Llegas, ves caras nuevas, caras conocidas, personal conocido que te sonríe en la entrada y dice tu nombre –señorita Tania que tenga buen día- que mejor que empezar el día con un buen saludo de un guardia. Van pasando las clases y al final del día sigues sonriendo. 


Los que llegan con esa actitud de: “tengo sueño”,  “no quiero estar aquí”, “extraño tal o cual lugar”… nos pasamos la vida extrañando algo o a alguien. Y no nos damos cuenta que hay muchas personas que hay que disfrutar a nuestro alrededor. 
 
En este regreso a clases, aprende, conoce personas, aprecia a los profesores, disfruta las actividades extras, aprovecha las instalaciones de tu escuela, busca aventuras nuevas.


Quédate con las personas que te hacen sonreír
Quédate con las personas que se preocupan por ti
Quédate con las personas que te aportan algo
Quédate con las personas que les gusta estar contigo
Quédate con las personas que les gusta hacer cosas diferentes
Quédate contigo.

viernes, 6 de enero de 2012

Imaginación e ilusión


Hay muchas personas, hasta filósofos, que dicen que conforme vamos creciendo vamos perdiendo ese sentido de imaginación, ilusión y locura que teníamos cuando eramos niños.

El otro día estaba leyendo el libro de “La invasión de Ricardo Piglia” donde escribió varios cuentos y hay uno que me llamó la atención se llama “El terráplen” y queda muy ad hoc con el día de Reyes. Se trata de un niño que siempre anda imaginando escenarios y acciones al jugar, esta vez nos muestra el dolor y los pensamientos que llega a formular en el momento en el que le dicen que los Reyes magos no existen. Espero se tomen el tiempo para leerlo. =)



No hacen ruido, piensa. Son muy ligeros, siempre están en el aire, no hay modo de verlos. O lo que pasa es que las patas de los camellos son de algodón. Por eso no hacen ruido.  Después eligen las casas y dejan los juguetes. Nunca entendió por que le traían esas cosas tan bárbaras a Quique que es un tarado, un llorón y por cualquier cosa llama a la madre, y a Gabriel, que hasta sabe andar a caballo, nunca le traen nada. ¿Qué habrá hecho Gabriel?, pensó, y tuvo miedo, de golpe; miedo por él. 

—Vos, andá a buscar la pelota— le ordenó aquel día Melo, desde la canchita. Melo, con los brazos en la cintura, transpirado el jefe de todos. Cuando los grandes jugaban a la pelota no lo dejaban ni acercarse. Pero ahora le pedían la pelota, a él. Salió corriendo y la pelota estaba allí, contra el cordón, debajo del coche. Se la devolvió y Melo no dijo nada: ni “gracias, pibe”, ni nada. La hizo picar y volvió al medio, sin correr, tranquilo, gritando “tres a uno”. No importó que no le dijera nada, igual era como si los grandes lo hubieran dejado jugar a la pelota con ellos. “En la canchita, te das cuenta”, quiso contarle a Gabriel. Pero fue Gabriel quien le dijo: “Che, ¿qué te hiciste en el saco?”. Che, en el saco, le dijo y la campera nueva, la campera gris recién estrenada tenía dos lamparones de grasa medio parecidos a la cabeza de un caballo.

Por eso tuvo miedo: levantarse y encontrar los zapatos solos, vacíos, sin los patines. Si por lo menos estuviera Carlos se las arreglaría para que no importara, para que todos se olvidasen para siempre lo de la mancha de grasa en el saco gris, y la taza del juego que primero le golpeó el codo y después hizo un ruido rarísimo en el suelo, al lado de la pata de la mesa llena de visitas. Por favor que los Reyes no se enteren. Carlos lo ayudaba siempre. Ahora daba pena y alegría que no estuviera. Pena, porque no estaba. Y orgullo de tener un hermano en la conscripción (servicio militar obligatorio). Cuando llegaba Carlos todos, hasta Melo, se morían de la envidia, mientras él se paseaba con su hermano que parecía San Martín, vestido de marrón, con botas y un machete de acero.

Para colmo el día no pasaba nunca. Hubiera querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra mañana, jugando con los patines; pero no se movía ni una hoja, la siesta no pasaba nunca y todavía le faltaba tomar la leche y cambiarse, faltaba casi toda la tarde y después había que cenar y seguro que no se iba a poder aguantar toda la noche despierto para verlos entrar despacito a la pieza y dejarle los patines. Además mejor no hacerse ilusiones, “por el ascensor”, pensó mientras acomodaba los soldados que siempre estaban apuntando, sin moverse, algunos cuerpo a tierra y otro tocando el clarín, duros como idiotas. Los acomodaba contra la pared, en fila, para que defendieran la ciudad de las fuerzas enemigas. Hasta que Cacique que lo llevaría a la tribu de los Watussi a combatir por Juana y el Profesor Flander. Pero Cacique se echaba de costado, no había forma de hacerlo levantar por más que lo tironeara del collar, se acostaba con la lengua afuera, tranquilo, golpeando el piso con la cola y no había modo de convencerlo de que fuera un elefante por un rato, por un ratito. Por eso, mientras Felisa pasaba con las alfombras, Tarzán se convirtió en Dick Tracy (inspector de policía). Y tenía que seguirla porque Felisa era una asesina. Eso: una asesina terrible. Se descalzó y agazapado empezó a seguirla por toda la casa, escondiéndose detrás de los muebles, en las esquinas, aplastado contra los árboles, debajo de los muebles oscuros, en la cocina, con cuidado porque pueden sorprenderlo desde el puente y se trata de cruzar el callejón desierto, apenas alumbrado por la luz que viene del Bar. El callejón gris que lleva de la cocina a la escalera desde la que se puede dominar todo el puerto. Y cruzaba la cortada agazapado, en puntas de pie, llevando el revólver en la mano derecha y los zapatos en la izquierda cuando Felisa le gritó que no fuera estúpido, que le iba a pegar un escobazo si seguía molestando.

Por eso salió a la calle, al sol de la siesta que parecía saltar desde cada pedazo de baldosa, mezclarse con el aire caliente. Y caminaba, zigzagueando, sin pisar las baldosas azules, pero estaba llenísimo de baldosas azules y cada tanto tenía que saltar abriendo los brazos, muy concentrado en eludir la ciénaga maligna.  Mucho cui-dado porque si no iba a aparecer el asunto de la campera y entonces los reyes pasarían de largo, sin dejarle nada, ni los patines ni nada. Por las dudas este año junto con el pasto les pensaba dejar agua mezclada con azúcar. En el fondo los camellos son como  Cacique pero más grandes, y Cacique por azúcar hace cualquier cosa. Trébol y agua con azúcar. Siempre los dejaba contra la pared del fondo. Sentía  una cosa rara en todo el cuerpo al pensar en los camellos tomando el agua, la cabeza inclinada en el balde que mamá usaba para lavar la vereda, y después comiendo el pasto con esos dientazos que parece que siempre se estuvieran riendo.

La esquina estaba llena de baldosas azules. Toda azul como un lago y Gustavo venia cruzando lo más tranquilo. Estuvo a punto de gritarle: ¡Cuidado con la ciénaga!, pero mientras lo pensaba ya se habían saludado.

Después del saludo, al rato de empezar a hablar, Gustavo se lo dijo. Le dijo eso, de pronto, como si lo insultara.

—¿y vos todavía crees? — le preguntó—¿todavía crees? —con una voz finita, aguda y la cara llena de rojas-. “Fideo con Tuco”, le gritaban siempre y tenía el pelo colorado sobre la frente y la voz chillona:

—Si son los padres, no te das cuenta. Lo de los Reyes son todas macanas.

La transpiración se le amontonó en los ojos, una nube húmeda que pintaba la calle de un gris raro y la F de Farmacia Muro estaba borroneada, le faltaba el palito del medio.

“Queridos señores Reyes magos”, empezaba la carta. Todo el sol y el calor pegándole en la cara.
—claro que lo sabía— gritó—. Lo sabía, entendés. Antes que vos lo sabía. Y tuvo ganas de pegarle, agarrarlo del pelo, colorado estúpido y patearlo, claro que lo sabía, pero ya estaba solo y el calor le trepaba por los zapatos desde el asfalto blando.

Sin darse cuenta llegó a su cueva entre las cañas. Nadie más que él y Gabriel la conocían. Una cueva llena de puertas secretas en la que vivían Sandokán, Poncho Negro, Pluma Roja y él, ahora, pensando que no saldría nunca, que se quedaría quiero allí, toda la vida dejando que lo buscaran, no le importaba que lo buscaran, que lo buscaran todos porque no quería ver a nadie, nunca más.
Estaba sentado en el piso de tierra y arriba el viento hacía temblar las cañas con un ruido rato y muy triste, una especie de susurro, y entonces él se acostó boca abajo, con las manos en la cabeza, pensando que a lo mejor todo era una especie de mentira y entonces mamá y papá tampoco existían: volver y que en casa no lo besaran ni nada, que apenas lo saludaran porque ya no jugaban más y le dijeran: “Y vos nene, ¿quién sos?”, y lo mandaran a uno de esos colegios que tío Joaquín le mostró, con tapias (cercas) grises, enorme y oscuros, donde viven los chicos sin padres.

Hacia redondeles en la tierra; dibujaba figuras y las borraba con la palma de la mano sin entender por qué lo habían retado aquella noche que estaban las visitas, los señores de la oficina de papá y él, ya que nadie le llevaba el apunte, tuvo ganar de contar que en su cama había un caballo azul. Se levantó descalzo y lo dijo desde la puerta: “En mi cama hay un caballo azul” y todos lo retaron, menos el abuelo que le sonreía.

El abuelo rubio, tan alto, que lo llevaba en los hombros y le hablaba del lugar donde había nacido, un país lleno de sol. Donde la tierra era roja, cubierta de montes y de caballos salvajes con largas colas doradas que tocaban el suelo. Muchísimos caballos galopando a lo lejos y un potro azul que era el jefe y siempre estaba quieto, sobre un alto. Y le contaba las peleas entre los caballos, de noche, alzados en dos patas, relinchando nerviosos. Y le hablaba del caballo azul que era el más valiente y el más fuerte y el más hermoso. Ahora su abuelo estaba de viaje, y le escribía cartas en las que le recomendaba que se portara bien e hiciera caso. Las leía papá y no parecían del abuelo. Si él estuviera le explicaría. No estaban ni él, ni Carlos. “Y Carlos ¿por qué me hablo de los Reyes si era mentira?”. Cuando pensó en Carlos ya estaba afuera, rozando con la palma de la mano las paredes tibias. La calle vacía, aplastada por el sol se juntaba con el terraplén, allá lejos. En ese lugar al que nunca se animó a llegar, por el que cada tanto pasaban trenes, las máquinas cubiertas de humo, todo el tren soplando arriba, por encima del pueblo, al fondo de la calle. Y caminaba despacio mirando el polvo arremolinado por el viento, asombrado de andar por esa calle tan larga, llena de árboles, llena de misterio, con terrenos baldíos y casas desconocidas. Cada tanto levantaba bolitas de eucaliptus y las tiraba contra el cielo y después se pasaba la mano por la punta de la nariz y encontraba el mismo perfume del invierno cuando mamá las ponía a hervir sobre la estufa y todo era tibio, con aquel olor suave y él, tirado en la alfombra, jugaba a ser un barco a vela y estaban todos: mamá cosiendo y papá sentado en el sillón, todos juntos él, de repente, se ponía a gritar de contento; se golpeaba boca con la palma de la mano contento de que estuvieran todos juntos y se largaba a correr de un lado a otro y mamá empezaba a los gritos pero él seguía corriendo sin parar porque se había desbocado y no había modo de frenarse a pesar de que el pasto lo hiciera resbalar, y tuviera que terminar de subir el terraplén gateando, clavando los dedos en la tierra, encorvado, teniéndose de los yuyos.

Parado en lo alto, con las manos en la cintura, de espaldas al pueblo veía todo el otro lado del mundo: los molinos de agua y los pinos y el arroyo donde los grandes iban a nadar y muy chico, como una mancha a lo lejos, el monte en el que Melo decía que se podían cazar lechuzas.

Después empezó a caminar haciendo equilibrio por las vías con los brazos abiertos y el sol en la cara. Se bamboleaba, pisándose los talones con la punta de los pies, sin tocar los durmientes, tratando de animarse a pasar del otro lado, a dar el salto, ahora, y caer resba­lando por la bajada del terraplén, sentado como en un tobogán hasta zambullirse en el pasto, cerca de las cañas.

Acostado allí, boca abajo, a la sombra del terraplén parecía que el sol se hubiese quedado en el pueblo, en su casa, del otro lado y él estaba solo, a la sombra, tirado en el pasto, escuchando el zumbido de las avispas y el ruido del viento contra las cañas secas. Miraba las ramas de los árboles contra el cielo y sin saber por qué se acordaba de los lugares que le contaba su abuelo y hasta pensó que a lo mejor por allí andaban los caballos metidos en el monte o saltando los paragolpes de madera salpicados de yuyos (maleza).

Hundió la cara en el pasto fresco, doblando los pies sobre la espalda, contento de golpe; contento por­que además podía contárselo a Gabriel. Trepar el terra­plén y bajarlo corriendo para contarle a Gabriel que se había animado a cruzar al otro lado, donde estaba el monte lleno de lechuzas y el arroyo: Correr con la cabeza gacha por la calle llena de sol y árboles y olor a eucaliptus. Y llegar a la esquina, respirando agitado, con la cara sucia de tierra v sudor. Pararse frente a la puerta altísima y marrón y levantarse en puntas de pie para alcanzar el llamador de bronce.
Un golpe seco que retumba en la siesta.

—¿Cómo te va? —le preguntó Gabriel, parado en el umbral, contento de verlo.

Ricardo, con las manos enlazadas en la espalda, pensó en el lugar que había conocido detrás del terra­plén, en el agua con azúcar; pensó que Carlos era tam­bién un mentiroso y que su abuelo era el único que de­cía la verdad, a pesar de las cartas que no parecían de él.

Todo eso pensó mientras le preguntaba:

—Y vos Gabriel ¿sabés quiénes son los reyes magos?

martes, 3 de enero de 2012

La vida nos da todo, excepto tiempo


EN MEMORIA DE JUAN PABLO DE PINA GARCÍA, Director de Difusión cultural de Chapingo. Impresionaba su gran capacidad de análisis y compromiso social a toda ley.

Enseñó la importancia y la belleza de la cultura, en un lugar dónde era difícil, porque el embeleso de la técnica agrícola parecía llenar todo. Muchos aprendieron con él  a apreciar como la cultura impulsa la sensibilidad, la que conduce a ideas progresistas, tan necesarias en el quehacer del agrónomo. Sus palabras ayudaron a algunos a que su comportamiento fuera de manera más sutil y amable.

En el siguiente poema se dicen las oraciones que se deberían de decir cuando alguien como él muere.


Instrucciones (oración) para mi muerte
Molino de Letras, Sábado 24 de septiembre de 2011
Para Rafael de Pina Vara
mi hermoso padre

Qué decir
para cuando yo me muera.
Que recuerden sin fin mis alegrías,
los momentos de mi risa,
de mi prisa,
la agonía vital de mis querencias,
la rectitud de mis albures,
la serenidad de mis normas,
las infinitas ganas de ser todo
y de todos.
Al fin, tal he sido.
Tal cual, tal quise, tal querré de aquí en adelante.
Que se recuerden tal cual son
—y no cual fueron—
mis debilidades y tristezas,
quizás tan demasiadas como los errores,
los juicios insensatos, las inconsecuencias,
la levedad y sequedad de mis silencios…
la de mis miradas ardientes,
querientes, hirientes (que de todas,
al fin, había).
Qué decir, para cuando me muera
—¿quizá decir Dios mío,
por qué no? —.
Que lloren y beban lo que tengan que beber.
Que entretengan sus recuerdos en nuestros ratos,
los más nuestros.
Qué con furia maldigan las insuficiencias de una
medicina y de una ciencia que,
omnipotentemente declarada omnipotente,
no puede dejarnos beber lo necesario,
comer lo suficiente hasta hartarnos,
amar hasta morirnos,
fumar hasta saciarnos,
vivir [en fin], vivir hasta aburrirnos,
hasta vaciarnos de querer y de crear, de tristear
y de pensar.
Comulguen pues quiénes sepan.
Recuerden quienes puedan y quieran.
Ámenme quienes sean capaces de entenderme,
de quererme, de mirarme aparecer en mis lugares
—que son los nuestros, los de todos
y los de ustedes—.
Digan misas, novenarios y
canciones cantineras,
pónganme los discos de Agustín
y las superiores, los Raleigh, los malboro, el martell
y los bacardís blancos y los tintorros,
la buena mesa,
y háganme sentir que estoy ahí,
feliz,
enternecido por la vida que sigue
y que no tengo
y que disfruté como pude –y casi digo como quise.
Y pidan perdón quienes me ganaron al póker,
quienes me dejaron solo por dos monedas de menos,
por un infeliz puesto de menos,
por tres-cuatro albures mal pensados,
por mentirosas turbulentas,
por quienes en fin no comprendieron y juzgaron,
por quienes no sabían reír
ni tener humor ni ganas de vivir en carne viva.
Y piensen por fin que me entregué a todos.
Como pude, como sabía, como me enseñaron,
como entendí.
Que en este corazón –que no aguantó un poco más—,
las cosas fueron simples, sencillas resueltas,
como mis nietos, mi esposa, mis libros, mis hijos,
mis obras pues,
mis consejos, mis ironías, mis bromas, mis errores,
mi pinche dinero y todo lo que quieran
y lo que no quieran,
lo que comprendan y no
lo que puedan y no.
Que
en fin,
que todo se trastoca, y se cambia y muda.
Que los buenos de hoy serán los malos de ayer
y los de anteayer los buenos de mañana.
Que no se ama con el corazón sino con el estómago;
que no se piensa con la cabeza sino con el corazón;
que el único dolor es causar el dolor de la ausencia
y el único placer el de la presencia.
Que en fin,
que no jodamos y que jodamos bien,
que aquí estoy para quien quiera
y para quien no quiera no,
que no recuerdo sino siento,
y que no siento sino amo,
como amé, amé y más amé
y amaré, y más amaré mientras menos pueda
—y por mi Volga y por mi madre y todos
seguiré amando— por los siglos de los siglos…

Id en paz

¡Nos harás mucha falta, Juanpa y te extrañaremos!
(Texto de Juan Pablo de Pina del poemario Dialéctica de las venas que leyó su hija Valeria en su funeral)

Me estremece al leer en estas líneas lo frágil y limitada que es la vida. Es verdad no podemos comer todo lo que queremos porque caemos en glotonería y afectamos la salud. No podemos tomar todo lo que queremos porque perdemos el total de los sentidos y embrutecemos. No podemos fumar todo lo que queremos porque afectamos nuestro organismo y el de los que nos rodean. No podemos amar hasta morirnos porque siempre hay cosas que influyen como la costumbre, la rutina, las enfermedades, otras personas, en fin. No podemos morir hasta aburrirnos porque a final de cuentas es tan corta la vida.

Porque la vida nos da todo, excepto tiempo.