Hay muchas personas, hasta filósofos, que dicen que conforme
vamos creciendo vamos perdiendo ese sentido de imaginación, ilusión y locura
que teníamos cuando eramos niños.
El otro día estaba leyendo el libro de “La invasión de
Ricardo Piglia” donde escribió varios cuentos y hay uno que me llamó la
atención se llama “El terráplen” y queda muy ad hoc con el día de Reyes. Se trata
de un niño que siempre anda imaginando escenarios y acciones al jugar, esta vez
nos muestra el dolor y los pensamientos que llega a formular en el momento en
el que le dicen que los Reyes magos no existen. Espero se tomen el tiempo para
leerlo. =)
No hacen ruido,
piensa. Son muy ligeros, siempre están en el aire, no hay modo de verlos. O lo
que pasa es que las patas de los camellos son de algodón. Por eso no hacen
ruido. Después eligen las casas y dejan
los juguetes. Nunca entendió por que le traían esas cosas tan bárbaras a Quique
que es un tarado, un llorón y por cualquier cosa llama a la madre, y a Gabriel,
que hasta sabe andar a caballo, nunca le traen nada. ¿Qué habrá hecho Gabriel?,
pensó, y tuvo miedo, de golpe; miedo por él.
—Vos, andá a buscar la
pelota— le ordenó aquel día Melo, desde la canchita. Melo, con los brazos en la
cintura, transpirado el jefe de todos. Cuando los grandes jugaban a la pelota
no lo dejaban ni acercarse. Pero ahora le pedían la pelota, a él. Salió corriendo
y la pelota estaba allí, contra el cordón, debajo del coche. Se la devolvió y
Melo no dijo nada: ni “gracias, pibe”, ni nada. La hizo picar y volvió al
medio, sin correr, tranquilo, gritando “tres a uno”. No importó que no le
dijera nada, igual era como si los grandes lo hubieran dejado jugar a la pelota
con ellos. “En la canchita, te das cuenta”, quiso contarle a Gabriel. Pero fue
Gabriel quien le dijo: “Che, ¿qué te hiciste en el saco?”. Che, en el saco, le
dijo y la campera nueva, la campera gris recién estrenada tenía dos lamparones
de grasa medio parecidos a la cabeza de un caballo.
Por eso tuvo miedo:
levantarse y encontrar los zapatos solos, vacíos, sin los patines. Si por lo
menos estuviera Carlos se las arreglaría para que no importara, para que todos
se olvidasen para siempre lo de la mancha de grasa en el saco gris, y la taza
del juego que primero le golpeó el codo y después hizo un ruido rarísimo en el
suelo, al lado de la pata de la mesa llena de visitas. Por favor que los Reyes
no se enteren. Carlos lo ayudaba siempre. Ahora daba pena y alegría que no
estuviera. Pena, porque no estaba. Y orgullo de tener un hermano en la
conscripción (servicio militar obligatorio). Cuando llegaba Carlos todos, hasta
Melo, se morían de la envidia, mientras él se paseaba con su hermano que
parecía San Martín, vestido de marrón, con botas y un machete de acero.
Para colmo el día no
pasaba nunca. Hubiera querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra
mañana, jugando con los patines; pero no se movía ni una hoja, la siesta no
pasaba nunca y todavía le faltaba tomar la leche y cambiarse, faltaba casi toda
la tarde y después había que cenar y seguro que no se iba a poder aguantar toda
la noche despierto para verlos entrar despacito a la pieza y dejarle los
patines. Además mejor no hacerse ilusiones, “por el ascensor”, pensó mientras
acomodaba los soldados que siempre estaban apuntando, sin moverse, algunos
cuerpo a tierra y otro tocando el clarín, duros como idiotas. Los acomodaba
contra la pared, en fila, para que defendieran la ciudad de las fuerzas
enemigas. Hasta que Cacique que lo llevaría a la tribu de los Watussi a
combatir por Juana y el Profesor Flander. Pero Cacique se echaba de costado, no
había forma de hacerlo levantar por más que lo tironeara del collar, se
acostaba con la lengua afuera, tranquilo, golpeando el piso con la cola y no había
modo de convencerlo de que fuera un elefante por un rato, por un ratito. Por eso,
mientras Felisa pasaba con las alfombras, Tarzán se convirtió en Dick Tracy
(inspector de policía). Y tenía que seguirla porque Felisa era una asesina. Eso:
una asesina terrible. Se descalzó y agazapado empezó a seguirla por toda la
casa, escondiéndose detrás de los muebles, en las esquinas, aplastado contra
los árboles, debajo de los muebles oscuros, en la cocina, con cuidado porque
pueden sorprenderlo desde el puente y se trata de cruzar el callejón desierto,
apenas alumbrado por la luz que viene del Bar. El callejón gris que lleva de la
cocina a la escalera desde la que se puede dominar todo el puerto. Y cruzaba la
cortada agazapado, en puntas de pie, llevando el revólver en la mano derecha y
los zapatos en la izquierda cuando Felisa le gritó que no fuera estúpido, que le
iba a pegar un escobazo si seguía molestando.
Por eso salió a la
calle, al sol de la siesta que parecía saltar desde cada pedazo de baldosa, mezclarse
con el aire caliente. Y caminaba, zigzagueando, sin pisar las baldosas azules,
pero estaba llenísimo de baldosas azules y cada tanto tenía que saltar abriendo
los brazos, muy concentrado en eludir la ciénaga maligna. Mucho cui-dado porque si no iba a aparecer el
asunto de la campera y entonces los reyes pasarían de largo, sin dejarle nada,
ni los patines ni nada. Por las dudas este año junto con el pasto les pensaba
dejar agua mezclada con azúcar. En el fondo los camellos son como Cacique pero más grandes, y Cacique por azúcar
hace cualquier cosa. Trébol y agua con azúcar. Siempre los dejaba contra la pared
del fondo. Sentía una cosa rara en todo
el cuerpo al pensar en los camellos tomando el agua, la cabeza inclinada en el
balde que mamá usaba para lavar la vereda, y después comiendo el pasto con esos
dientazos que parece que siempre se estuvieran riendo.
La esquina estaba
llena de baldosas azules. Toda azul como un lago y Gustavo venia cruzando lo
más tranquilo. Estuvo a punto de gritarle: ¡Cuidado con la ciénaga!, pero
mientras lo pensaba ya se habían saludado.
Después del saludo, al
rato de empezar a hablar, Gustavo se lo dijo. Le dijo eso, de pronto, como si
lo insultara.
—¿y vos todavía crees?
— le preguntó—¿todavía crees? —con una voz finita, aguda y la cara llena de
rojas-. “Fideo con Tuco”, le gritaban siempre y tenía el pelo colorado sobre la
frente y la voz chillona:
—Si son los padres, no
te das cuenta. Lo de los Reyes son todas macanas.
La transpiración se le
amontonó en los ojos, una nube húmeda que pintaba la calle de un gris raro y la
F de Farmacia Muro estaba borroneada, le faltaba el palito del medio.
“Queridos señores
Reyes magos”, empezaba la carta. Todo el sol y el calor pegándole en la cara.
—claro que lo sabía—
gritó—. Lo sabía, entendés. Antes que vos lo sabía. Y tuvo ganas de pegarle,
agarrarlo del pelo, colorado estúpido y patearlo, claro que lo sabía, pero ya
estaba solo y el calor le trepaba por los zapatos desde el asfalto blando.
Sin darse cuenta llegó
a su cueva entre las cañas. Nadie más que él y Gabriel la conocían. Una cueva
llena de puertas secretas en la que vivían Sandokán, Poncho Negro, Pluma Roja y
él, ahora, pensando que no saldría nunca, que se quedaría quiero allí, toda la
vida dejando que lo buscaran, no le importaba que lo buscaran, que lo buscaran
todos porque no quería ver a nadie, nunca más.
Estaba sentado en el
piso de tierra y arriba el viento hacía temblar las cañas con un ruido rato y
muy triste, una especie de susurro, y entonces él se acostó boca abajo, con las
manos en la cabeza, pensando que a lo mejor todo era una especie de mentira y
entonces mamá y papá tampoco existían: volver y que en casa no lo besaran ni
nada, que apenas lo saludaran porque ya no jugaban más y le dijeran: “Y vos
nene, ¿quién sos?”, y lo mandaran a uno de esos colegios que tío Joaquín le
mostró, con tapias (cercas) grises, enorme y oscuros, donde viven los chicos
sin padres.
Hacia redondeles en la
tierra; dibujaba figuras y las borraba con la palma de la mano sin entender por
qué lo habían retado aquella noche que estaban las visitas, los señores de la
oficina de papá y él, ya que nadie le llevaba el apunte, tuvo ganar de contar
que en su cama había un caballo azul. Se levantó descalzo y lo dijo desde la
puerta: “En mi cama hay un caballo azul” y todos lo retaron, menos el abuelo
que le sonreía.
El abuelo rubio, tan
alto, que lo llevaba en los hombros y le hablaba del lugar donde había nacido,
un país lleno de sol. Donde la tierra era roja, cubierta de montes y de
caballos salvajes con largas colas doradas que tocaban el suelo. Muchísimos caballos
galopando a lo lejos y un potro azul que era el jefe y siempre estaba quieto,
sobre un alto. Y le contaba las peleas entre los caballos, de noche, alzados en
dos patas, relinchando nerviosos. Y le hablaba del caballo azul que era el más
valiente y el más fuerte y el más hermoso. Ahora su abuelo estaba de viaje, y
le escribía cartas en las que le recomendaba que se portara bien e hiciera
caso. Las leía papá y no parecían del abuelo. Si él estuviera le explicaría. No
estaban ni él, ni Carlos. “Y Carlos ¿por qué me hablo de los Reyes si era
mentira?”. Cuando pensó en Carlos ya estaba afuera, rozando con la palma de la
mano las paredes tibias. La calle vacía, aplastada por el sol se juntaba con el
terraplén, allá lejos. En ese lugar al que nunca se animó a llegar, por el que
cada tanto pasaban trenes, las máquinas cubiertas de humo, todo el tren
soplando arriba, por encima del pueblo, al fondo de la calle. Y caminaba
despacio mirando el polvo arremolinado por el viento, asombrado de andar por
esa calle tan larga, llena de árboles, llena de misterio, con terrenos baldíos
y casas desconocidas. Cada tanto levantaba bolitas de eucaliptus y las tiraba
contra el cielo y después se pasaba la mano por la punta de la nariz y
encontraba el mismo perfume del invierno cuando mamá las ponía a hervir sobre
la estufa y todo era tibio, con aquel olor suave y él, tirado en la alfombra,
jugaba a ser un barco a vela y estaban todos: mamá cosiendo y papá sentado en
el sillón, todos juntos él, de repente, se ponía a gritar de contento; se
golpeaba boca con la palma de la mano contento de que estuvieran todos juntos y
se largaba a correr de un lado a otro y mamá empezaba a los gritos pero él seguía
corriendo sin parar porque se había desbocado y no había modo de frenarse a
pesar de que el pasto lo hiciera resbalar, y tuviera que terminar de subir el
terraplén gateando, clavando los dedos en la tierra, encorvado, teniéndose de
los yuyos.
Parado en lo alto, con
las manos en la cintura, de espaldas al pueblo veía todo el otro lado del
mundo: los molinos de agua y los pinos y el arroyo donde los grandes iban a
nadar y muy chico, como una mancha a lo lejos, el monte en el que Melo decía
que se podían cazar lechuzas.
Después empezó a
caminar haciendo equilibrio por las vías con los brazos abiertos y el sol en la
cara. Se bamboleaba, pisándose los talones con la punta de los pies, sin tocar
los durmientes, tratando de animarse a pasar del otro lado, a dar el salto,
ahora, y caer resbalando por la bajada del terraplén, sentado como en un
tobogán hasta zambullirse en el pasto, cerca de las cañas.
Acostado allí, boca
abajo, a la sombra del terraplén parecía que el sol se hubiese quedado en el
pueblo, en su casa, del otro lado y él estaba solo, a la sombra, tirado en el
pasto, escuchando el zumbido de las avispas y el ruido del viento contra las
cañas secas. Miraba las ramas de los árboles contra el cielo y sin saber por
qué se acordaba de los lugares que le contaba su abuelo y hasta pensó que a lo
mejor por allí andaban los caballos metidos en el monte o saltando los
paragolpes de madera salpicados de yuyos (maleza).
Hundió la cara en el
pasto fresco, doblando los pies sobre la espalda, contento de golpe; contento
porque además podía contárselo a Gabriel. Trepar el terraplén y bajarlo
corriendo para contarle a Gabriel que se había animado a cruzar al otro lado,
donde estaba el monte lleno de lechuzas y el arroyo: Correr con la cabeza gacha
por la calle llena de sol y árboles y olor a eucaliptus. Y llegar a la esquina,
respirando agitado, con la cara sucia de tierra v sudor. Pararse frente a la
puerta altísima y marrón y levantarse en puntas de pie para alcanzar el
llamador de bronce.
Un golpe seco que
retumba en la siesta.
—¿Cómo te va? —le
preguntó Gabriel, parado en el umbral, contento de verlo.
Ricardo, con las manos
enlazadas en la espalda, pensó en el lugar que había conocido detrás del
terraplén, en el agua con azúcar; pensó que Carlos era también un mentiroso y
que su abuelo era el único que decía la verdad, a pesar de las cartas que no
parecían de él.
Todo eso pensó
mientras le preguntaba:
—Y vos Gabriel ¿sabés
quiénes son los reyes magos?