Escribo y luego borro. Hago con las letras lo que no puedo hacer con la vida...

domingo, 23 de enero de 2011

Los justos y los buenos



Los Justos y los Buenos: Más Héroes Reales
Por Bill Bonner


Es una tarea pequeña e ingrata plantar un árbol. El roble, por ejemplo, usualmente crece tan lento que quien lo planta rara vez vive para verlo en su graciosa madurez. Aún así, la gente planta árboles.
Jean Giono nos cuenta la historia de un hombre quien, por ninguna otra razón que las propias, comenzó a plantar robles en el sur de Francia.

“Hace unos cuarenta años, efectué una larga travesía a pié sobre alturas montañosas desconocidas para los turistas en la zona donde los Alpes se fusionan con la región de Provenza. Todo aquello era tierra  estéril y yerma en el momento en que me embarqué en este largo trayecto por aquellas regiones desconocidas. Nada crecía allí más que lavanda silvestre.”

Había pocos árboles y aún menos hombres en esta tierra desolada. Pero un pastor solitario tuvo una idea. Empezó cargando consigo un costal de bellotas y una pesada barra de hierro. Mientras cuidaba su rebaño, perforaba la tierra con su bastón de hierro y enterraba una bellota. Hizo esto por décadas. No había programa de reforestación, ni apoyos del gobierno, ni comisionados de parques, ni botánicos, ni impuestos, ni cuotas. Tan sólo un pastor solitario de 55 años.

El señor Giono lo conoció antes de la Primera Guerra Mundial. Su nombre era Elzeard Bouffier. Sólo tenía la compañía de sus ovejas y de su perro. Nunca había estudiado Ciencias Ambientales, quizá nunca asistió a la escuela. Pero pudo apreciar que la tierra había cambiado desde su juventud. La región era rica en pasto y árboles, animales y seres humanos. Podías decir esto porque quienquiera que hubiese vivido allí había dejado sus casas de piedra en las laderas. Aparentemente habían sobre-pastado esos pastizales y abusado de la tierra. Aún peor, habían deforestado los bosques que alguna vez habían crecido allí. De los robles torcidos que alguna vez proporcionaron la sombra y el abrigo que mantiene la humedad cerca del suelo, sólo unos cuantos permanecieron.

Bouffier no requirió del permiso de nadie. No puso ninguna petición en referéndum o en boleta alguna. No arengó a ningún ciudadano ni habló en ninguna junta comunal. Hasta donde sabemos, su nombre no apareció en registro alguno –sólo hasta después de su muerte. Pero llevó a cabo el trabajo que se había propuesto… sin paga, ni agradecimientos ni aviso alguno.

Plantó miles de robles, muchos de los cuales murieron al principio. Pero gradualmente, más y más árboles echaron raíces. Cada uno de ellos brindó más sombra, más humedad y un lugar más hospitalario para que otra clase de vida echara raíces. Los animales regresaron y luego los cazadores y luego los guardias forestales.

“En 1933 [Bouffier] recibió la visita de un guardia forestal quien lo notificó de una orden en contra de las fogatas al aire libre, por miedo a causar daño al crecimiento de este bosque natural”, escribió Giono. “Fue la primera vez -el hombre le comentó inocentemente- que él había escuchado de un bosque que creciera por sus propios medios. Por aquella época Bouffier se disponía a plantar hayas en un sitio a unos doce kilómetros de distancia de su choza. Para evitar desplazarse de ida y vuelta –puesto que el hombre tendría unos setenta y cinco años- planeó construir una cabaña de piedras justo en la plantación. El siguiente año lo hizo”.

El renacer del ‘bosque natural’ era un milagro para todos. En 1935 una delegación gubernamental vino a examinarlo. No sabían qué pensar. Simplemente lo colocaron bajo protección gubernamental.
Para esas fechas los robles medían entre 20 y 25 pies de altura. Las colinas estaban cubiertas por ellos. Y el viejo seguía trabajando, plantando su bosque sigiloso.

“Recuerdo cómo se veía esta tierra en 1913”, escribió Giono. “Un desierto pacífico, el trabajo constante, el aire vigoroso de la montaña, la frugalidad y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían regalado a este hombre una salud digna de admiración. Era un atleta de Dios. Me pregunté cuántos acres más el hombre cubriría de árboles.”

Hacia 1945, otra guerra había pasado. Bouffier tenía 87 años de edad y aún seguía sembrando. Él había pasado la segunda guerra como había pasado la primera. Mientras millones de hombres armados trataron de mejorar el mundo matándose unos a otros, este buen pastor continuó enriqueciendo su mundo. Y en este proceso mejoró el nuestro.

recuperado enero 2011 de: http://www.ricardosalinas.com/blog/blogmaster.aspx?GUID=168E27CA-4536-40EB-B75A-7B1F7389DB0C&lang=es&cat=&

1 comentario:

  1. Hay veces que el mayor de los reconocimientos es el personal Y la más grande gratificación el saber que estás haciendo lo correcto.

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